XXIV

La misma escena de semanas atrás. Sólo la suma de detalles inapreciables proporcionan una imagen que sobrepasa los tópicos de la mendicidad. El vaso de plástico con las monedas tintinea con el viento. En el cartón, doblado, se sigue leyendo "Tengo hambre". El aire lo desplaza levemente sobre las baldosas; se escucha el sonido del roce a intervalos. No está claro el sujeto de estas palabras. La mujer no está. La pequeña perra aparece sola, sin sus cachorros, fuera de su manta con dibujos de patas, tirada sobre el suelo. ¿Dónde se habrá ido? Mira a la nada, el pelo agitado, la última cosa que la mantenía unida a este mundo ha desaparecido, quizá para siempre; está más allá de toda esperanza y de todo consuelo, siente como su cuerpo se hunde en el asfalto, un mar espeso, negro, tumba en la ciudad. Tantea el mundo oscuro que la rodea como un ciego. No volverá. Los transeuntes pasan sin detenerse. Evitan mirar la mirada perdida. Creen que es un hecho excepcional, un accidente desafortunado que jamás les tocará vivir. Ya viven ASÍ; ya vivirán así. Nadie está en una situación mejor. (► Caput lupinum XX)

XXIII

La risa no es siempre una expresión de salud, en algunos casos es la imagen misma de la enfermedad propia del alma: el resentimiento, un odio enquistado que no puede evitar proyectarse afuera, se convierte en un rictus forzado, una mueca grotesca tanto en la comunicación oral como en la escrita. Hace daño a los ojos; maltrata al oído. Hiela la sangre. Si se escucha con atención, se oye como un ruido, un chirrido desagradable, como si una lengua de espinas, un látigo de colas restallará entre los labios entreabiertos, y buscara clavarse en la carne de los otros. Es una risa que busca venganza; no emana de una satisfacción profunda, de un instante de alegría, despreocupación, sino de una insatisfacción infinita, una impotencia que busca consuelo en la agresión ficticia, donde cada carcajada es el signo de una victoria anticipada sobre los demás, un triunfo, una compensación que nunca llega. Risa triste, no soporta la alegría ajena; en lugar de reír para alegrar, celebrar la existencia, la compañía del prójimo, ríe para entristecer, para intentar infundir el desánimo, para destruir. Si al menos la destrucción que lleva dentro fuera equiparable a la destrucción que desearía afuera, podría descansar, se sentiría satisfecha, dios perverso el séptimo día, contento con la aniquilación del mundo. Risas ahogadas.

XXII

Podría ser cualquiera. Presencia anodina. No llamaría la atención si no fuera por las conocidas letras amarillas de la camiseta, sobre fondo negro: F.B.I. Es una broma. Debajo se aclara el significado de las sigla para quien quiera leerlo: Female Body Inspector. En cualquier otro caso, se trataría del habitual humor de corto alcance, para comentar en el bar con los amigos, entre una copa y otra, pero esta vez dice la verdad. Está sentado, con los ojos cerrados, mientras escucha música. De repente, mira al frente como si hubiera tenido una revelación. Rebusca en su mochila hasta encontrar un blog de tamaño folio. Pasa las hojas. Están llenas de dibujos de mujeres, en diversas posturas, algunas vestidas, otras sin ropa. Empieza a dibujar con un bolígrafo azul. Hace pausas y mira al cielo como si sondeara los arquetipos en la mente divina, mero transcriptor de los ideales del eterno femenino. Está iluminado. Es el verdadero hijo de Dios en la tierra. Inspecciona los cuerpos imaginarios que nunca podrá tener en realidad.

XXI

El cajero automático entona su canción monótona, mezcla de cálculos, lectura de códigos y actualizaciones, entre zumbidos y murmullos eléctricos. De música de fondo, se escuchan unos cantos bastante diferentes, de claro acento balcánico. Una mujer con un pañuelo negro en la cabeza, sentada de rodillas sobre un cartón; a su derecha, un bastón inclinado, a su izquierda, un vaso de plástico con algunas monedas. Está justo delante de la puerta. Al otro lado entona su canción de muerte y súplica. Sólo un cristal separa los dos mundos, pero es como si hubiera un abismo entre el interior y el exterior, cada vez de mayores proporciones. No hay nada a ocultar; todo es visible, la transparencia es total. La voz es el único testigo de un desarreglo profundo en el corazón de la ciudad. Debería escucharse.

XX

Tráfico intenso. Una esquina cualquiera en una gran ciudad. Un cartel visible: "Tengo hambre". Sobre unos cartones, una mujer de mediana edad, envuelta en varias capas de ropa, extiende la mano, como si fuera un acto reflejo, condicionado, que en algún momento alguien le ha enseñado a la fuerza. A su lado, una pequeña perra y su cachorros reposan quietos; los sedantes son un recurso habitual para pedir en la calle. Los amos de este negocio de la miseria, último eslabón del mundo laboral, conocen bien que los animales son el punto débil de las almas caritativas. La mujer lleva tatuado el nombre de "Mikaela" en el antebrazo. Es el nombre que le ha puesto su propietario. Otros la llaman simplemente mendiga. Los campos de concentración no son cosa del pasado.

XIX

Una mañana fría en una estación de autobuses. Pocos viajeros. Un hombre sentado en un banco de hierro, corpulento, un poco inclinado hacia delante. Lleva una cazadora negra desgastada, pantalones azules, zapatillas de deporte. Pelo desarreglado, medio calvo. Indiferente a lo que pasa a su alrededor, mira al vacío, inmóvil, como si no comprendiera nada. Sujeta entre las manos débilmente, a punto de caer, una mezcla de formularios, documentos de identidad y pasaportes. De cuando en cuando, baja la cabeza y mira las fotografías con una mezcla de estupefacción y asombro: no se reconoce. Vuelve a levantar la cabeza. No sabe quién es. No sabe qué hace ahí. Llega el autobús.

XVIII

No ser el único en este mundo, que la vida continúe más allá de uno mismo, no puede ser sino motivo de satisfacción, una verdadera suerte. Aunque resulte difícil de comprender, un alma lo bastante oscura interpreta la mera existencia de los demás y, por extensión, de cualquier otra cosa diferente a ella, justo al revés, como una afrenta personal, una agresión a su naturaleza íntima. La existencia ajena se vive como un ataque, una muestra de soberbia, el suplantador que ocupa un sitio que debería ser sólo suyo. Esta extraña perversión de la simpatía connatural, se complace en el dolor y la muerte ajenos, encuentra satisfacción en que todos, quieran o no, vayan a morir. El dolor también se acepta como moneda de cambio, pago de la afrenta. Es el placer propio de un espíritu vengativo, el pensamiento oscuro que le hace compañía por las noches, una sensación reconfortante, anestésica. Al menos no vivirán para siempre. Pagarán todo lo que deben, por todo lo que han hecho.

XVII

Es frecuente hacer un uso perverso e interesado del concepto de igualdad; el carácter relativo que presenta facilita la tarea, ser iguales siempre es ser igual a o igual respecto a, según un contenido variable y una medida determinada con un fin específico. Algunos desearían que todos fueran iguales; no es una muestra de solidaridad ni de filantropía, se sobreentiende que iguales a ellos en lo peor, igual de infelices o miserables. La igualdad como herramienta del desprecio a uno mismo y los demás, busca la nivelación por abajo, el consenso, el acuerdo en lo despreciable y denigrante; una comunidad de lo peor, embrutecida y nihilista. En lugar de buscar un acuerdo por lo alto, de máximos, se satisface con un acuerdo de mínimos que afecte a todos por igual, basado en las miserias humanas. Es un humanismo negativo, una parodia grotesca de los valores humanitarios. El igualitarista a la baja, obsesionado en especial con la muerte, recela por naturaleza de cualquier signo de distinción, de las diferencias insuperables, las soluciones de continuidad, de los desniveles abruptos, y siente en su interior un deseo profundo de menospreciar todo aquello que destaque y se diferencie de la media que ha estipulado, se ha impuesto a su conciencia. Es a la vez el carcelero y el prisionero del alma; la víctima, el asesino y el vengador. Atento a cualquier desviación de la norma, por encima de todo no quiere ser engañado. Nadie puede ser diferente; todos ha de ser a su imagen y semejanza, igual de nefastos y deleznables. Él lo sabe. La tarea odiosa, digna de este ángel caído, es desenmascarar a los farsantes, poner de manifiesto las contradicciones, repudiar la bondad, extender el descrédito en todo lo que ve y toca. Es el hombre desconfiado por excelencia; sólo se siente aliviado en su frustración cuando minimiza, calumnia o rebaja cualquier atisbo de nobleza, elevación del alma. La mezquindad es su medio nutricio; no cree en otra cosa: todos son iguales.

XVI

Según los imperativos de la representación dominante, los problemas personales de la vida deben solucionarse en otra parte a medida que se generan; la cadena de montaje del resentimiento, el desprecio y la agresividad larvada va unida a un circuito de reconocimiento que antes que apaciguar los malos instintos aumenta su acumulación, estimula con cada entrega una mayor producción. El interior asfixiante, insoportable, se ha de ventilar afuera, a modo de caravana del desánimo en la que la impotencia pasa de unos a otros, sin recibir jamás solución ni debilitarse, al contrario, se fortalece e intensifica. La mayor parte de lo que se denomina cultura y creatividad, los productos culturales, no son más que una descarga de resentimiento que busca consuelo, alivio, en algún tipo de reconocimiento. El jardín del arte está lleno de flores en apariencia frágiles y delicadas, aunque en realidad venenosas y mortales por contacto; los individuos desengañados de su propia existencia quieren ser algo y alguien en la vida de otros, el vacío interior, la nulidad, busca la compensación en la aceptación exterior. El camino elegido no podía ser más erróneo; la histérica reivindicación del yo, el derecho que cree tener el sujeto sufriente de recibir algo a cambio, acaba en la negación, en la necesaria vulgarización e igualación donde todo el mundo será reconocido en mayor o menos escala. Como todos será reconocido, y sólo como tal, cada nuevo intento sólo aumentará el odio a los otros, por no darle lo que se merece, y el desprecio a sí mismo. El yo será cada vez menos yo, en una carrera inacabable contra uno mismo, llena de obstáculos, humillaciones y concesiones. El dolor se pagará con sufrimiento adicional, es el pago, el salario de un sujeto que cuanto más sufre más cree que debe recibir y exige, de forma disimulada, o sin ambajes, el cobro de su deuda, el importe de su dolor acumulado, el capital del odio. Se lo merece; el mundo entero debe tomar nota de que está en deuda, reclamación furiosa de un deudor en un universo infinito de deudores y morosos del resentimiento. Nunca antes habían habido tan pocos "personajes", tan escasas singularidades; nunca tantos habían querido ser "personalidades" reconocidas, alcanzar una posición de éxito en el vasto terreno de la cultura digitalizada. Esta agónica exaltación del yo no es más que el síntoma de su completa desaparición, una espiral de vacío creciente que explotará como todas las burbujas, y dará inicio a la Gran Nada.

XV

Una tarde desapacible. Los espectadores salen en grupos del cine; algunos comentarios. Acaban de ver una película que no saben por qué han visto. Carreteras desoladas llenas de árboles muertos. Sin señales de vida. Los escasos supervivientes, amortajados con ropas pestilentes, empujan carros de supermercado con escasas pertenencias. El sol declina participar en un mundo destruido. Casos de canibalismo. Siempre es reconfortante comprobar que no es más que una ficción. Pobre gente. Algunos disfrutan del placer malsano, saboreado en silencio, de ver realizados sus sueños de autodestrucción y aniquilación, cansados de la vida que llevan. Podría pasar. Mejor acabar con todo. Que se acabe. Todavía no. Hay prisa por llegar a casa a comer. Todos pasan por delante de un pobre diablo, al lado de su carro de supermercado atestado de ropa y cartones, tirado por los suelos al lado de una cabina telefónica, que se afana por encontrar, con sus sucias manos, alguna moneda que se haya deslizado debajo. Nadie lo mira. Es demasiado real. Su cara está más sucia que la del actor. No es una película. Hace tiempo que no va al cine.

XIV

Apoyada en el respaldo del asiento rojo, con un bolso sobre las piernas con las letras CUE plateadas, una chica escucha música con los ojos cerrados. Después de un rato de seguir el ritmo con leves movimientos de la cabeza, sus labios se entreabren y murmura con claridad, muy lentamente, I- A-M-  S-A-F-E-. El tiempo se detiene; todos los que la rodean, y acompañan en el viaje, también parecen estar seguros por unos instantes, alejados del peligro, en otro mundo. El trance de los médiums no debe ser una experiencia muy diferente.

XIII

Cualquiera que haya estado preso alguna vez sabe que la única forma de sobrevivir a la experiencia es crear un tiempo aparte del horario, las ordenanzas y los reglamentos. Levantarse más temprano, antes de la hora oficial; acostarse más tarde y no dormir aunque las luces estén apagadas; no salir al patio o rechazar la comida del centro son maneras habituales de no perder una vida que está en manos de otros. La libertad no tiene nada de abstracto, es tan sólo la administración de la dimensión temporal, la creación de un tiempo propio, singular e incomunicable. Los principales obstáculos a supera y sortear son la temporalidad homogénea social, la cadena de los sucesos concomitantes y las etapas, fases y períodos de actuación dictadas por el sentido común. Mientras que las estrategias a seguir para tener (el) tiempo pasan por la aceleración superior a la media, aunque dadas las condiciones actuales y el desarrollo progresivo de la técnica, ser tan rápido es una tarea casi imposible, más bien se trata de esperar el momento de ganar velocidad cuando lo obligado es parar; el enlentecimiento, la ralentización, la proliferación de bolsas de lentitud, que, en cambio, aparecen cada vez más como el único acto subversivo posible, y la distribución errática, fragmentaria e incompleta de las tareas, de modo que nunca se da nada por terminado ni se continúa demasiado rato con lo mismo, a fin de que siempre quede la sensación placentera de que el medio exterior no impone su ley de sucesión. La regla de tres para limitar los efectos de la temporalidad inducida es muy sencilla: acelerar cuando haya que parar; detenerse cuando haya que correr, y hacer lo que haga falta, pero nunca todo y en el orden debido.

XII

Los individuos con reacciones rápidas, en estado de alerta continuo, cometen un gran número de errores en sus predicciones y acciones, en su mayor parte fruto de la precipitación; el beneficio evidente es que son eficaces en la prevención de males mayores y en la celeridad con que se enfrentan a los problemas. En el otro extremo de la disposición psíquica a actuar y tomar decisiones, los individuos con reacciones lentas, más reflexivos, disfrutan de una mayor tranquilidad y cometen muchos menos errores, pero la cuestión estriba en que son de una gravedad mucho mayor, incluso de consecuencias mortales, por su tendencia a no dar importancia a lo que requiere una atención inmediata, sin demora alguna. Unos se mueren de preocupación; los otros de no preocuparse. Alguien podría pensar que el término medio sería lo más adecuado y equilibrado, la forma ideal de comportamiento. También es un error. El interés reside en la serie y la gama completa del tipo humano, con todas sus intergradaciones y variaciones. El espectáculo del obrar así lo ordena.

XI

La proximidad entre los individuos sólo se conjura y expía con el conocimiento del otro, bajo la (no) categoría de intimidad, dimensión de lo desconocido a explorar desde el lado físico o psíquico. Cualquier tipo de relación, por breve que sea, que no se funde en un gradiente íntimo, lleva de forma inevitable al hastío, a una mezcla de aturdimiento y embrutecimiento, que trueca lo contingente y alegre en necesario y triste, el juego en obligación, el vínculo libre en nexo férreo. Nadie debería estar al lado sin intimidad operativa; nada está por encima ni justifica una relación excepto el contacto de los cuerpos y las almas más allá de sí mismos, al límite de sus fuerzas. La dependencia crea hábito; la proximidad inducida segrega inhibición lateral. El singular capaz de algo tan sencillo como pensar y sentir con otro se vislumbra como la única compañía deseable.

X

Aunque es difícil describir las diferentes etapas, la despersonalización, el borrado del yo hasta donde es posible concebirlo, trae consigo la desrealización relativa, la pérdida del horizonte del mundo compartido, sustancia inánime que flota en el aire. Si en lugar de retroceder atemorizados, para recuperar la estabilidad de los sujetos y los objetos, seguimos por el mismo camino sin vacilar, se alcanza al final una desrealización absoluta, una separación radical, y adviene, a modo de contrapartida, LA realidad en estado bruto, salvaje y singular. El sujeto que experimenta esta sensación de ahogo, pero renuncia a salir a respirar, a pesar de la asfixia angustiante, y se limita a aguantar la respiración, obtiene como resultado experimental un sensorio sin sensor ni sentido.

IX

El ruido del tráfico, los árboles cortados y marcados con cruces rojas, sirven de telón de fondo de la escena. Un hombre sudoroso cruza la calle a paso rápido casi sin mirar; pocos instantes después, una mujer embarazada que empuja un cochecito de bebés, al grito de al ladrón al ladrón, sigue el mismo recorrido. El bebé, aunque bien sujeto y abrigado, siente el traqueteo de las ruedas y el tono de voz alterado de la madre. Un observador imparcial, desconocedor de la relación de causa-efecto entre el delincuente y la víctima, tendría serias dificultades para distinguir cuál de los dos rostros refleja más desesperación, miedo y angustia. La única diferencia apreciable sería que uno de los rostros está cubierto de lágrimas y el otro es como si llevara toda la existencia sin saber lo que es llorar, insensible a su propio dolor. En esta zona gris de las ciudades, arenas movedizas de asfalto en las que se hunden el que huye y el que persigue, cada uno por su interés, en este grado de envilecimiento e indeterminación, de lucha por la vida y lo que pertenece a esta vida, que nivela a los oponentes y no distingue al otro como tal, el hecho social, la socialización como vínculo abstracto, nace y revela su naturaleza de neutralizador ético. Con sólo tensar la situación un poco más, lo que está sucediendo será un pálido reflejo de lo que acabará pasando a una escala mucho mayor y más terrorífica.

VIII

Es por la mañana, hace frío, una persona cualquiera abre una caja de cartón de colores, manchada de aceite, y coge la hamburguesa que está dentro. Todo seguido, rompe la punta del sobre de ketchup; con desgana, separa las dos mitades del pan, observa su contenido y echa el líquido rojo, viscoso y denso en la carne caliente. Cuando considera que está todo preparado, acerca con sus manos la hamburguesa a sus labios y da un bocado. A su alrededor, infinidad de personas hacen lo mismo. Todas excepto una. Al lado, sentada en un rincón, una chica malvestida intenta dormir y calentarse apoyando sus brazos en la mesa. Es INVISIBLE. El telón de fondo de su sueño es el ruido de los papeles arrugados, mezclado con las mandíbulas que mastican y el hilo musical. Pero SE VE. Las empleadas pasan cada poco rato, con una puntualidad asombrosa, la sacuden: "Aquí no se puede dormir". El tiempo parece calculado, como por instinto, para impedir que el sueño se concilie y provocar la renuncia, el cansancio, y la salida del local, tal cual los agentes del orden con los vagabundos que duermen en los bancos de la calle. La chica, al final, reacciona airada, con las pocas fuerzas que le quedan, está  muy delgada. Tú que sabes, tú que sabes lo que es no comer... tengo frío. Esto no es una escuela, vale, déjame en paz. Vuelve a tumbar la cabeza en la mesa, reconfortada por el tibio calor del recinto. Duerme quizá sin soñar. Los clientes siguen entrando y saliendo, se sientan, comen y se van.

VII

De pequeñas C. y M. jugaban a desmayarse, a provocarse el desmayo, una a la otra, mediante la presión de la arteria carótida, a la altura del cuello. Todavía recuerdan sus risas como locas al caer al suelo de bruces, repetidas veces, hasta que no podían más. Más adelante, una de ellas se estremeció cuando un chico la cogíó de la mano; la otra, la más bella y radiante, sintió escalofríos cuando una chica la rozó. A pesar de la distancia, las dos estaban muy unidas, más allá de los lazos de sangre de sus padres, que equivalían al parentesco de primas; los posibles temores que tenía C. de que M. la rechazara, al confesarle que tenía una amante, una chica de largos cabellos, mirada lánguida y pechos generosos, se esfumaron al instante, nada podía separarlas y menos todavía algo así. Con la valentía de mantener una relación semejante, aunque fuera a escondidas, en un pueblo pequeño, pasaron los años. La aparición en escena de J., un compañero del trabajo, vino a cambiar a peor las cosas. Enamorado locamente de C. no paró hasta apartarla de su amante, a la que odiaba con toda su alma, y conseguir hacerla suya. El día de la boda, después de la ceremonia, las dos primas se apartaron del bullicio, fueron a un rincón y se pusieron a llorar mientras se miraban a los ojos, sin consuelo. Nadie entendía nada, pero ellas lo sabían. Era el principio del fin, la unión sellaba la separación y el progresivo entristecimiento de unas vidas antes felices y plenas. La llave estaba echada en el cerrojo.

VI

Por difícil que sea la situación, una cabeza no espera nada, no tiene nada que esperar, libre de prescripciones y proscripciones, lo primero que pierde es la esperanza. Como divagante rara, accidental y accidentada, siempre fuera de lugar, no es más que un escapada continua, una vía de escape, un canal de fuga del sujeto y la identidad del yo. La liberación de la historia personal, encadenada al lastre del recuerdo y el remordimiento, y la colectiva, memoria acumulada de un escenario temporal y territorial, evita caer en la trampa, preparada con astucia, de crear una nueva identidad, una falsa identidad (avatar), ya que adolece de las mismas carencias, desventajas e inconvenientes de la llamada identidad real; el peso de esta tarea es contrario a la ligereza y la gracia, hace inclinar el cuerpo hasta que, finalmente, se adopta una postura sumisa, con las rodillas pegadas al suelo. La proscripción de lo proscrito, todos y cada uno de los caminos guiados por el reconocimiento, el rechazo del reconocer como hecho social básico, y la prescripción de lo imprescriptible, implica la necesidad evidente de borrar las huellas, se desvanecen como por arte de magia, a medida que se van trazando, cabeza borradora que graba su propia desaparición, gloria incomunicable, vida de eclipse.

V

Respirar sin esperanza - Como todo(s). Aunque el corazón y los pulmones no parecen ser de la misma opinión; ajenos al desánimo generalizado, a pesar del ambiente hostil, siguen adelante, sin cejar en su empeño, con fuerzas renovadas, no pierden la confianza y depositan todas sus esperanzas en el futuro. En las tablas de la ley no escrita del cuerpo está prohibido desesperar; el premio a este esfuerzo inhumano, la recompensa, es una detención súbita de las funciones vitales que no estaba en el plan inicial.